Me imagino que Carlos Gaviria, presidente del Polo Democrático, sufre. Tanto que si algún pelo le queda negro, será el último antes del Congreso de su colectividad.
Debe atormentarlo el circo de su partido, con sus varias divisiones (dicen que 7). Los “polistas” no se diferencian mucho de liberales y conservadores cuando se trata de pelearse por el poder.
Gaviria, quien viene de la academia y las altas cortes (fue Presidente de la Corte Constitucional) se debate en el dilema de actuar o no hacerlo, frente al espectáculo bochornoso de sus pupilos que se lanzan botellas y butacas.
En ambos casos sale crucificado. Si interviene con decisión, se convierte en un dictador, tanto o más que Uribe, a quien señalan como el modelo político e ideológico a combatir.
Si deja que se maten (como algunos maestros de escuela que en nuestras épocas eran indiferentes al voleo de tizas y almohadillas), lo atacarán por pusilánime, falta de liderazgo y monigote.
Gaviria no es ni lo uno ni lo otro. Ni dictador ni títere. Mucho menos un pelele que se bailen todas las fracciones de su partido.
Petro, Garzón, los Moreno Rojas, Robledo, etc. deberían entender que contar con las luces del maestro Gaviria constituye un privilegio para cualquier movimiento político.
Pero allá ellos.
La pobre condición humana no permite que la gran oportunidad que tiene la izquierda colombiana vaya muy lejos. Estamos a punto de ver cómo se estrella, en la próxima vuelta de esquina, en el próximo congreso para elegir dignatarios.
Gaviria, por su parte, ha dicho que no quiere ser candidato presidencial. Tampoco Senador. Y tampoco director del Polo. Bien incómodo debe estar el ilustre ex magistrado de tanta minucia y bajeza de la política. Incluso de quienes la viven combatiendo y creen poder reinventarla.
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