Opinión

DOS EPITAFIOS

Andrey PorrasPor:Andrey Porras
Los quince años de la muerte de Jaime Garzón, el único bufón de altura que ha dado Colombia en el siglo XX, coinciden con el asesinato de otro periodista antioqueño, Luis Carlos Cervantes, en condiciones parecidas. Tales coincidencias parecen exaltar que, en este país, la muerte se conmemora con más muerte y la impunidad con más misterios asentados en el fondo de una hoya podrida que pareciera no tener fin.

La verdad en Colombia tiene la forma de un pulpo, en la cabeza redonda se ubica el asesinato, en los tentáculos, las oscuras redes que lo tejieron, y entre las ventosas pegajosas de sus ocho brazos, la conciencia de que todo estaba premeditado y el plan se urdía tanto en los estamentos legales como en los ilegales.

A medida en que se va avanzando en las investigaciones, la verdad sigue recibiendo lesiones profundas, que crean un tipo de desconfianza absoluta hacia los estamentos de justicia en Colombia: no sólo porque sus procesos son erróneos o equívocos y demoran el triple de lo normal, sino porque lo que demuestran es un cuchillo que se clava en la conciencia: miembros del estado planeando asesinatos, representantes de la fuerza pública en contacto con militantes en la cárcel, grupos de protección sin cumplir su función por débiles y mediocres informes, y al final de todo, el resultado de la ecuación no es otro distinto al de una muerte que, si existiera institucionalidad confiable en Colombia, se hubiera podido evitar.

Luis Carlos Cervantes se quedó ronco, denunciando en la Fiscalía, sus constantes amenazas, para que hoy, después de su muerte, se mencione que su seguridad fue legalmente retirada. Jaime Garzón tuvo que utilizar su propia máscara de la risa para desear visitar a Carlos Castaño en la cárcel y pedirle, de frente, que no lo matara. Cervantes tuvo que llegar a la agonía de su situación, cambiando contenidos de noticias en su emisora por música a todas horas, y escoger su familia, a pesar del riesgo, sólo para respirar un aire más tranquilo, el mismo que lo llevó a la muerte cuando recogía a su hijo del colegio. Garzón tuvo que bromear la noche anterior sobre su muerte, en una flamante comida con miembros de reconocida alcurnia bogotana, pues ya cansado de hacer solicitudes a un Estado incompetente, quizá quería afrontar con valentía sus últimos minutos.

Ninguno de los dos tuvo el derecho a una tercera opción, ninguno de los dos tuvo la posibilidad de negar su condición y esperar un futuro promisorio, en cambio, a los dos se les encerró en ese túnel donde la condena ya estaba sentenciada. Mientras todos los artífices de su muerte celebraban, en silencio, lo que ya estaba planeado, la ignominia de quien se siente dueño de la vida de los demás (por unos pesos, por unos dólares, por unas ideologías trogloditas, por unos objetivos que hoy producen desconfianza) se hacía presente en los albores de la fatídica época narcotraficante que tanto daño le hizo al país en la década de los noventas y con sus subsecuentes consecuencias en pleno siglo XXI.

Denunciar la extorsión y el tráfico de estupefacientes no puede seguir siendo la frase de una sentencia sigilosa… evidenciar que las autoridades locales tienen nexos con la delincuencia y la ilegalidad no puede ser la condena sin juicio de quien cree en la libertad… ser periodista en un país arrendado no puede ser la composición final de los que quisieron hacer otra cosa con su inteligencia, y por eso, se convirtieron en voces dormidas por la tormenta.

¿Qué se puede esperar de un país donde los quince años de una muerte se conmemoran con otra, ocurrida bajo las mismas circunstancias?

Quizá la última no tuvo el efecto mediático de la anterior, pero lo que sí queda claro es la herida abierta de una Colombia que no sueña con el mañana, sino que, entre sonidos tremendos de epitafios… “palabra silenciada”, “risa escondida”… esboza la memoria fatal de sus congéneres.
Cervantes y Garzón, dos ejemplos vivos en la historia que niegan el país detestable que heredó el narcotráfico.

@andreyporritas
petalica@hotmail.com

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