Por Mauricio Botero Caicedo
No es ‘políticamente correcto’ afirmarlo, pero en agricultura hay una axioma que ha resistido el embate de todos aquellos contradictores que generalmente no tienen la menor idea sobre agricultura: “El agricultor rico debe producir para el pobre; y el agricultor pobre debe producir para el rico.”
¿Y qué exactamente significa este axioma? Pues que el agricultor que tiene acceso al capital y a grandes extensiones debe producir de manera eficiente y a costos muy bajos la comida cuyo consume es masivo, como es el trigo, el maíz, la caña, la solla, el sorgo, y los aceites como el de palma tropical.
En el otro lado de la moneda, en extensiones pequeñas el agricultor con menores recursos debe involucrase el la producción de café de altísima calidad, de cacao, de frutas, y de vegetales y hortalizas, que por lo general – al ser productos que consumen los ricos – tienen un precio considerablemente superior a los granos, agregando importante valor por hectárea sembrada.
En Colombia, donde la torpeza demagógica hace parte los activos patrios, el gobierno insiste en una entelequia que se llama las Unidades Agrícolas Familiares, UAF’s, en dónde un burócrata subalterno e ignorante fija desde un escritorio en Bogotá el tamaño máximo y mínimo de una finca, con la prohibición explicita de acumular UAF’s. Es decir, por ley se excluye la agricultura a gran escala en lo que en su día fueron baldíos y los colombianos nos tenemos que seguir resignando a importar centenares de miles de toneladas de comida.
Es tal la barbaridad de fijar arbitrariamente el tamaño de una explotación agropecuaria, que un izquierdista como Alejandro Reyes Posada, recientemente en su columna de El Espectador levantaba su voz de protesta: “Aplicando el enfoque territorial, la altillanura debe ser desarrollada por la inversión privada, con fuertes restricciones ambientales, y con respeto por los resguardos indígenas de los sikuanis, mientras las buenas tierras incorporadas al mercado, con dotación de bienes públicos para la población, deben ser masivamente redistribuidas al campesinado, a medida que la nación recupere los baldíos fértiles que le fueron despojados con trampas legales. El reciente proyecto de ley que busca la creación de zonas de interés de desarrollo rural y económico (Zidre) acierta al permitir escalas grandes de producción en la altillanura, superando la restricción de la unidad agrícola familiar, pero se enreda en contradicciones cuando pretende asociar campesinos al 15% del área del proyecto, con tierras adquiridas a crédito, bajo la gerencia de los inversionistas, que puede convertirse en la sociedad entre el zorro y las gallinas, cargando al Gobierno el costo de la mano de obra. Es preferible que ese desarrollo de la altillanura esté a cargo de los inversionistas, con regulación del Estado, y que el acceso a tierras para campesinos ocurra en territorios con buenos suelos e infraestructura, cercanos al mercado.”