Por José Luis Ramírez Morales
Homicidas, violadores, transgresores como nadie de la ley penal, asaltantes, jaladores, extorsionistas, maleantes, ladrones de celulares, pero ante todo… fumadores de bazuco, marihuana y cocaína, es decir, revuelven las tres sustancias para hacer, como ellos lo denominan, ‘un maduro’.
Es la nueva generación de delincuentes violentos y despiadados, que llegan a El Redentor (centro de resocialización de menores) ¿para rehabilitarse?. No. Para perfeccionarse. No comen cuento. No desaprenden lo aprendido en el hogar y en las calles. Se convierten en pandilleros, por supuesto, en gran parte por el olvido de los gobernantes de turno de este país.
Crean las líneas imaginarias territoriales en sus localidades. Comienzan por violar niñas de sus barrios en potreros, en baldíos, a cualquier hora, convierten a estas niñas de barrios marginados en sus trofeos. No permiten que nadie las mire, que nadie se meta con ellas, hasta que las convierten en delincuentes y posteriormente terminan como prostitutas.
Estuve en El Redentor, en el sur de Bogotá, entre las localidades de Tunjuelito y Ciudad Bolívar. De redentor, nada, no encontré ni su nombre. Los profesores rehabilitadores creen que hacen su labor, pero los delincuentes juveniles los traman, los atemorizan y hasta los amenazan. Este hogar de paso, donde fingen acogerse a las reglas de socialización es un lugar donde robar no es una travesura, sino una forma de vida. Matar sin miedo es el objetivo. Esta nueva generación de hampa actúa sin consideración, primero le quitan la vida a las personas y luego las pertenencias.
360 menores infractores de la ley penal están hacinados en esta institución que tiene capacidad para 180 internos. El pasado 15 de noviembre algunos de ellos quemaron las instalaciones. Supe por testimonios que el plan se venía gestando semanas antes, para permitir la fuga de algunos de los más peligrosos jefes de pandillas.
El día de la quema, encapuchados quemaron ocho alojamientos. Le prendieron fuego a los colchones y los lanzaron sobre los techos. La noche se convirtió en un infierno en El Redentor. Las fugas no se dejaron esperar. El plan se cumplió.
Ocho carros de bomberos, el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), guardianes y paramédicos en ambulancias se dieron a la tarea de rescatar 160 jóvenes heridos, siete de gravedad con quemaduras de segundo grado y 23 instructores heridos, mientras las instalaciones quedaban semidestruídas y en cenizas.
Después de los desórdenes, las mamás llegaron a reclamar a las autoridades por ‘sus angelitos’ sin sopesar la magnitud y los alcances de las acciones de muchos de ellos, que produjeron la tragedia.
Las madres actuaron como si ellas no fueran responsables y parte del comportamiento de sus hijos. No admiten que son delincuentes. Muchas de ellas han pasado por la cárcel El Buen Pastor, han tenido vidas junto a sus exesposos o esposos en medio del delito. La mayoría de estas mujeres son cabeza de familia, sin ningún tipo de instrucción.
Les reclamaron a la guardia, a la Policía, a las trabajadoras sociales y a la Defensoría del Pueblo, que trataban de restablecer el orden en la madrugada, con insultos, gritos y groserías de toda índole, con la misma violencia y despropósito con los que actuaron sus hijos en la noche.
Para medir el alcance de estos jóvenes basta una historia contada por uno de ellos. Fue el caso de una adolescente de 16 años que robó en un supermercado para dejarse detener por la Policía, porque sabía que la llevarían al pabellón de mujeres de El Redentor. Su plan era llegar hasta el lugar, saltar el muro que separa el pabellón de los jóvenes y las niñas para vengar la muerte de su hermano. Así lo hizo. Y lo logró.