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Un niño jugando con un murciélago, posible origen de la epidemia de ébola

murcielagosLa peor epidemia de ébola en la historia empezó en Meliandou, un pueblo de apenas 30 casas del sur de Guinea. Allí se produjo el primer caso, el de un niño de dos años que murió en diciembre de 2013, que según una investigación todo apunta a los juegos del pequeño con un murciélago infectado.

Con todo lo que se ha investigado, dicho y escrito sobre la actual epidemia de ébola, aún no se tiene claro cómo pudo empezar todo. Basados en brotes anteriores y la costumbre local de comer murciélagos, los científicos han dado por supuesto que la ingesta de carne infectada pudo ser el origen. Sin embargo, un estudio realizado por veterinarios, genetistas y hasta una antropóloga española sostiene que el caso cero, el niño, se habría infectado al jugar con uno de los murciélagos que anidaban en el hueco de un árbol cercano a su casa.

Los murciélagos son el principal vehículo de transmisión del ébola. Y lo pueden hacer por dos vías. Por un lado, mediante el contacto directo entre humanos y estos animales. Por el otro, la infección puede pasar del murciélago a otro gran animal que está en la dieta o en contacto con el hombre. En este caso, antes de llegar a los humanos, la enfermedad habría acabado con un número significativo de animales, algo que ya se había visto en anteriores brotes de ébola.

“Controlamos las poblaciones de grandes mamíferos cercanos al origen, a Meliandou, y no encontramos pruebas de una epidemia paralela”, dice el epidemiólogo del Instituto Robert Koch (Alemania) y principal autor del estudio, Fabian Leendertz. Ni en las dos reservas cercanas ni entre los ejemplares diseminados detectaron un aumento de la mortandad ni infecciones por ébola entre grandes felinos o chimpancés. Así que la teoría de la transmisión directa de murciélago a humanos, en especial al comer su carne infectada, era la más plausible.

Eso es al menos lo que se ha mantenido hasta ahora y hay argumentos que apoyan la idea de la carne infectada. En el sur de Guinea, donde apareció el primer caso, es habitual que los lugareños cacen murciélagos, en especial los de la fruta, más grandes que otras especies, para comérselos. Por eso, tras matar a 12 personas en Meliandou y propagarse fuera del pueblo, las autoridades guineanas declararon el estado de epidemia y prohibieron comer murciélagos.

Sin embargo, no hay pruebas que sostengan esta vía de transmisión. No se analizaron los restos del niño. Ni los de su madre o su hermana, que murieron poco después. Tampoco los de las matronas que atendieron a la mamá. Ni los de la mujer que llevaron al hospital o los de aquellos que acudieron a los primeros entierros en Meliandou desde los pueblos cercanos y que se llevaron consigo la enfermedad. De hecho, hay pruebas circunstanciales, pero pruebas, de que todo pudo empezar de forma diferente.

“Los cazadores del pueblo cazan murciélagos para comérselos o venderlos como carne pero en la época en la que se infectó el niño las especies de murciélago de la fruta no suelen verse por la zona”, dice la española Almudena Mari Sáez. Esta antropóloga de la Charité, el hospital universitario de la facultad de Medicina de la Universidad Libre de Berlín, estuvo en el epicentro de la epidemia en abril pasado, formando parte del equipo de investigación liderado por Leendertz.

“Llegamos a Meliandou, entrevistamos a todo el mundo, preguntamos a los cazadores. De los cuatro del pueblo, ninguno vivía en la casa de los abuelos donde enfermó el niño”, recuerda Sáez. Tampoco recuerdan que cazaran grandes murciélagos en esos meses. Además, como añade Leendertz, “los niños pueden comer carne, pero la carne hervida no es el problema. La clave es cazar el murciélago y estar en contacto con su sangre y sus órganos”. Se abría entonces el camino a otra posibilidad.

“Preguntamos a las mujeres, ¿quién trocea el animal?, ya cocinado no hay problema”, relata la antropóloga española. Entonces preguntaron a los niños. Como en todas las zonas rurales del mundo, los chavales juegan con los animales, muchas veces imitando a sus mayores. “Así llegamos hasta el punto en el que nos empezaron a hablar del árbol”, continúa Sáez.

A pocos metros de la casa del niño, en el camino que lleva al río donde las mujeres van a lavar, hay un gran árbol donde vivían varios centenares de murciélagos insectívoros, más pequeños que los de la fruta. Bueno, había. En marzo, azuzados por el miedo y las alertas que relacionaban a estos animales con el ébola, los lugareños le prendieron fuego, quedando solo el tronco. Antes de reducirlo a cenizas, el árbol era, según dijeron los del pueblo, lugar habitual de juegos de los niños.

Tal y como explican en la revista Molecular Medicine de la organización científica EMBO, los investigadores recuperaron las cenizas de la base del árbol y las sometieron a un análisis genético. Entre los restos encontraron trazas del ADN de Mops condylurus, una especie del género de los molósidos, murciélagos de pequeño tamaño que, como los que se pueden ver en verano en España intentando escapar de las jugarretas de los niños, se alimentan de insectos.

Lo que no encontraron fueron pruebas de que en el árbol también vivieran murciélagos de la fruta, megaquirópteros, tan grandes o más que un niño de dos años y señalados en otros brotes como origen de la infección.

“Faltan la mayoría de las pruebas pero las piezas encajan”, comenta la antropóloga española. No es imposible que el niño estuviera en contacto con las vísceras de un murciélago de la fruta cazado por un padre que ya no vivía en casa o por alguno de los cazadores que no recuerda haber cazado en diciembre. Tampoco que la madre, que murió más tarde que el pequeño, consiguiera uno para hervirlo y dárselo a sus hijos. Pero lo más probable es que simplemente el chico estuviera jugando con un pequeño murciélago infectado.