La educación financiera es una herramienta fundamental para el desarrollo de un país, en la medida en que redunda en la formación de personas con capacidades y competencias para tomar decisiones asertivas frente a sus finanzas personales, consiguiendo así mejorar su calidad de vida. Por el contrario, su ausencia propicia crisis económicas, tal como se evidenció en la crisis financiera de 2008.
En América Latina se evidencia un rezago en temas de educación financiera básica, lo cual se hace evidente en el hecho de que conceptos como inflación, tasa de interés y relación entre riesgo y rentabilidad no son entendidos por una gran proporción de la población, lo que dificulta la correcta inclusión financiera, desperdiciando así su potencial transformador en términos de reducción de la pobreza y la desigualdad.
En el caso colombiano, la Ley 1328 de 2009 obliga a todas las entidades vigiladas, así como a organismos de auto regulación, a “procurar” una adecuada educación de los consumidores financieros respecto a los productos y servicios financieros, y les da vía libre para implementar las estrategias y programas que consideren convenientes. Una ventaja de esta flexibilidad es que los programas e iniciativas se han conformado y estructurado de diferentes maneras, pero teniendo siempre como referencia el respeto por las buenas prácticas y las necesidades específicas de los públicos objetivo.